Torre Eduardo Talero Neuquén

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El Castillo de Eduardo Talero

Las paredes del castillo de Eduardo Talero esconden los silencios sin rima del poeta, escritor, abogado, funcionario y socialista de cuna noble. Proscripto en su Colombia natal, de donde escapó cuando su propio tío asumió la presidencia y estaba decidido a ordenar su fusilamiento.

También, entre los rojos de los ladrillos desnudos y los grises que pintó el tiempo, sobrevive la leyenda del fantasma blanco de una mujer bella, que muchos aseguran haber visto. El casco de la estancia “La Zagala” -que quedó encerrada entre las calles neuquinas- está en medio de eucaliptus y sauces con cortezas que parecen talladas, en la actual Colonia Valentina, a diez minutos del centro de Neuquén. Los árboles tienen más 100 años, Neuquén 93.

Hay mitos, cuentos y leyendas que rodean a La Zagala y que se mezclan con la historia de la provincia, de la que formó parte el escritor colombiano que encalló en Neuquén, previa escala en Chile y Chos Malal. Por esos días, la hoy capital no era más que un caserío mínimo de techos bajos, que como única muestra de la era industrial lucía las vías lozanas trazadas por los ingleses.

“Cuánta gente llegaba a la estación y cuando veía lo que era Neuquén se quedaba en el mismo lugar: esperando el tren de regreso. Rescatar este lugar significa muchísimo más de lo que uno pueda dimensionar”, explica el historiador neuquino Juan Isasi, director del museo Gregorio Alvarez de esta ciudad. El jueves Isasi recorrió el interior del castillo, junto al intendente Luis Jalil (el padre de la iniciativa) y “Río Negro”.

La imponente construcción de ladrillo y roca es una de las más antiguas de esta ciudad y se terminó de levantar en 1911, con el barro que ordenaron pegar dos arquitectos llegados de España, por pedido del escritor colombiano, colaborador estrecho del gobernador Bouquet Roldán.

“La Zagala” fue casa, cárcel y escuela. Y ahora será el primer centro cultural que escapa de los límites del enmarañado centro capitalino, porque pasó a formar parte del patrimonio municipal, con la chapa de monumento histórico.

Resguardada de acequias y desagües, se levanta la denominada torre del castillo de Talero, de 14 metros, un lugar que muy pocos neuquinos conocen en toda su dimensión y al muchos aseguran haberle “temido” en su juventud.

El altillo intermedio de la torre, donde Talero liberaba su pluma, muere en un balcón protegido por bloques que parecen murallas, levantadas, quizá, cuando el escritor fue jefe de Policía, durante la gestión de Bouquet Roldán.

“La Zagala” fue hecha por amor hacia una mujer casada, que las generaciones de soldados del batallón 161 -que mira de frente al castillo de las leyendas- juran ver y haber visto: caminando de blanco impecable, de noche bajo los árboles. Aun cuando nadie habitaba la casona. Incluso, el cuidador del castillo asegura que la mujer suele aparecerse, de tanto en tanto. Pero ya no le teme.

Cuando el colombiano, que para la mayoría no es más que el nombre de una calle céntrica, llegó a Neuquén en esa zona no había nada.

Sólo el desierto del que se enamoró y que adoptó como propia tierra, muy lejos de los calores sofocantes, pero húmedos de Bogotá.

“Los guijarros esgrimían llamaradas de reflejos... La arena incinerada hervía... las hojas pugnaban por agacharse a buscar sombra unas tras las otras... Los pájaros volaban presurosos como si temiesen quemarse las alas en el aire. Las nubes eran bloques de acero a punto de derretirse...”, escribió Talero en La Voz del Desierto, que fue un homenaje al Neuquén de fin del siglo pasado.

Hace 10 días, la casa de Talero dejó de pertenecer a la familia de un inmigrante alemán, que fue uno de los primeros armeros de estos lugares. Con tantas armas a mano, también hubo gente que le temió al teutón. Algo que ayudó a seguir sumando mitos, reconoce una de sus hijas.

La familia -que no se divulgue su apellido- se esmeró por mantener la construcción en pie durante muchos años, a pesar de que les ofrecieron hacer un restaurante, un local bailable e incluso un cabaret. Ellos querían la restauración y recuperación integral del edificio, por lo que están tan contentos como los historiados y la propia comuna.

Hace una semana el intendente Jalil firmó el decreto de compra de la construcción que incluye un predio de 2,5 has. de generosa forestación.

“Hubo varios gobiernos que se interesaron en comprar la casa y el terreno pero siempre fueron nada más que un puñado de buenas intenciones, incluso llegaron a pedirnos que la donemos”, explicó una de la descendientes del armero y productor alemán que adquirió la propiedad a los familiares de Eduardo Talero.

Desempolvando su sonrisa ancha, Jalil, que el jueves entró por primera vez al castillo, dijo que el proyecto apunta a un aprovechamiento integral del predio.

Por afuera y sobre todo por dentro, el castillo de Talero es un viaje a otros tiempos, a pesar de que sólo la mitad del edificio está habilitada.

El chirriar de las maderas del piso, las escaleras talladas, un viejo baúl arrumbado contra un rincón oscuro, un sótano tan grande como el castillo y un túnel clausurado que da a la calle Bejarano, se suman a las sensaciones extrañas, muy extrañas. Como las de las leyendas.

· El escritor colombiano que abrazó la poesía en su exilio en la Confluencia

Quién sabe qué vientos australes fueron los que empujaron a Eduardo Talero, en el exilio, desde Chile hasta la Argentina y desde Chos Malal (a través del paso Pichachén) a la zona de la Confluencia, donde hoy se levanta la capital neuquina. Talero nació en Bogotá en 1869 y vivió hasta su primera juventud en Colombia donde se recibió de abogado. Siendo muy joven debió exiliarse por graves disensiones políticas con el régimen dictatorial de un tío materno, el general Rafael Núñez, quien había ordenado su detención y fusilamiento. Talero tenía ideales socialistas, que a punto estuvieron de ser un pasaje a la muerte, de no ser por la gestión de su madre.

En el destierro convivió con personajes de la talla de José Martí, Rubén Darío, Enrique Gómez Carrillo, Jorge Isaac y otros americanos disidentes de regímenes conservadores autoritarios.

En el interín y sin rumbo fijo recorrió Norte y Centroamérica y luego la costa sudamericana del Pacífico, donde conoció a la que fue su esposa, la profesora de inglés Ruth Reed con la que tuvo un hijo.

El poeta apasionado, así lo describen los historiadores, saltó el grueso cordón de los Andes hasta la entonces capital provincial y luego hasta el Neuquén de principios de siglo. De hecho, de su relación con el gobernador Carlos Bouquet Roldán (amigo del general Julio Argentino Roca), surgió la iniciativa de trasladar la capital hasta la zona de la Confluencia, concretada en 1904. “Cuánto es de amable el país hospitalario para el alma dolorida de un proscripto”, afirma en su libro La Voz del Desierto, editado en Buenos Aires en 1907 y reeditado por el Fondo Editorial Neuquino en 1995.

“En Eduardo Talero el desierto no se dibuja por las negaciones (no hay vegetación, pájaros, humedades) sino entrañamiento o adentramiento en una afirmación de lo que existe, muchas veces idealizado y casi siempre amplificado”, afirma en el prólogo de la mencionada publicación la escritora neuquina Irma Cuña. Además de Voz del Desierto, Talero publicó tres colecciones de poemas: Ecos de Ausencia, Troquel de Fuego y Cascadas y Remansos.

La torre de Talero fue una obsesión para el hombre que llegó a ser secretario y consejero de Bouquet Roldán. Hay una parte de esa historia que los investigadores prefieren no revelar y tiene que ver con esa obsesión y con la de su gran amor prohibido. Una española, para quien habría construido el castillo.

El 7 de noviembre de 1916, el colombiano escribió su homenaje a la torre de La Zagala en las páginas del diario 'La Nación': “Mi torre es humilde porque está hecha con barro de América y no con bloques sangrientos de Europa, porque no es trofeo de gloria quimérica, sino de esperanza viril es la copa”. Y más adelante agrega: “Sentir que en las propias arterias palpita la vida de un mundo. Y saber, saber bien que en la piedra medita nuestro yo misterioso y profundo”. Dicen que más que los problemas que dejaron a su hijo inválido (un balazo en una pierna), fue el adiós de la mujer del amor prohibido, lo que llevó a Talero a dejar Neuquén. Murió a raíz de una enfermedad y sin un cobre, el 22 de setiembre de 1920. En la Capital Federal, vive en la actualidad su única descendiente directa: una nieta.

Fuente: Prólogo del libro La Voz del Desierto de Irma Cuña (escritora neuquina) y Juan Isasi (historiador)


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